13 abril 2006

Atentos al trueque de huesos entre los perros del barrio

Para los teóricos de la modernidad, el discurso y la acción públicas, propias de la democracia griega (y del hombre como animal capaz de hablar), eran un juego inútil e improductivo. En efecto, si la medida de la productividad la da la máquina de vapor, el pobre Sócrates tendría poco que discutir con ella y, en su molesta terquedad, sin duda acabaría aplastado por las vías bajo la consentida mirada de un socarrón y pragmático capitalista.

De ahí que el “ágora” o espacio público de la democracia griega, donde se debatían los temas que afectaban a los ciudadanos y donde el interés lo copaban las acciones nobles que unos y otros habían realizado en aras del bien común, ya no tenga sentido. El espacio público debe llenarlo, según Adam Smith, el “mercado de cambio”. Algo, sin duda, mucho más útil. Porque es precisamente “la propensión a la permuta” lo que diferencia al hombre del animal: “Nadie ha visto a un perro hacer un claro y deliberado intercambio de huesos con otro perro” (“Wealth of nations”, vol I.)

La rotundidad con la que “piensan” los intelectuales de la modernidad asusta. Sobre todo, al contrastarla con los matices, sutilezas, distinciones y prudencias de los filósofos clásicos. También es verdad que los griegos y medievales siempre creyeron que la verdad era algo así como un misterio que desvelar; mientras que los modernos siempre han estado seguros de que la verdad no es más que otro producto, esta vez, de su inteligencia.

El caso es que, siglos después del bueno de Smith, aquí estamos los blogeros, hasta los cojones del mercado de cambio -y de su sucesor, el de consumo- y luchando por un lugar, aunque sea virtual, donde recuperar un espacio abierto al discurso, la palabra, el diálogo y todas esas cosas inútiles que no sirven para nada, aunque nosotros creamos que son las que nos hacen verdaderamente humanos.

Eso sí, todos tranquilos, porque seguimos siendo los amos del mundo: aún no hemos visto a un solo perro capaz de vencer nuestro sistema económico al pretender, clara y deliberadamente, cambiar sus huesos por un puñado de euros.

11 abril 2006

Ciudadanos del mundo

Leo en una obra clásica sobre pensamiento político que “la muerte de Pericles y la guerra del Peloponeso marcan el momento en que los hombres de pensamiento y los de acción emprenden diferentes senderos, destinados a divergir cada vez más hasta que el sabio estoico dejó de ser ciudadano de su propio país y se convirtió en ciudadano del universo”.

Después de mucho estudiar la actitud estoica, y de vivirla durante parte de mi vida (¿quién, de manera consciente o inconsciente, no ha sido estoico alguna vez?), siempre he pensado que es propia de cobardes. Un estoico no es sino quien huye del mundo para huir de sus emociones y guardar, de este modo, tranquilidad interior. Un estoico es alguien sólo comprometido con su propia paz interior.

Desde este punto de vista, se entiende muy bien que en los momentos críticos de la historia del pueblo griego, cuando la razón y la experiencia hacían crisis, los estoicos dijeran: “Yo me borro”. Parece lo lógico. Pero la conclusión que se sigue de esto es algo que jamás había pensado antes: muchos de los que hoy en día aseguran estar muy comprometido con la vida y la paz en el mundo dicen ser “ciudadanos del mundo”. ¿Son ellos, entonces, unos cobardes? Supongo que depende.

Si ser “ciudadano del mundo” significa renunciar a todas las banderas, entendidas éstas como causas que ponen nuestra vida en juego, entonces ser ciudadano del mundo es ser un cobarde. Es criticar desde la barrera, hablar sin bajar al ruedo y decir palabras bonitas que hacen llorar a quienes permanecen, espectadores del mundo, sentados en sus localidades. Desgraciadamente, hay mucho “ciudadano del mundo” en este sentido, cuya neutralidad ideológica no es sino cobardía moral e incapacidad para el compromiso.

Si ser “ciudadano del mundo” significa portar en el campo de batalla la bandera de cada oprimido y tratar a cualquier persona con el respeto y la dignidad con que trataríamos a un hermano, sin duda hablamos de un valiente. Es esa precisamente la propuesta cristiana que ejemplificó -por introducir un ejemplo conocido y cercano- Madre Teresa de Calcuta. Por ver a “un hermano en Cristo” en cada leproso que encontraba, trató a cada apestado como si fuera de la familia -ya quisieran ese amor dentro de muchas familias-. Desgraciadamente, no se habla casi nunca de “ciudadanos del mundo” en este sentido. Sólo, quizá, de “locos” cristianos.

“Ciudadano del mundo”, otra expresión ganada por la causa de la neutralidad, de los tibios de espíritu, de los sensibles corazones sin coraje, de los que no están dispuestos a tener más patria que ellos mismos, no sea que les toque morir por ella.