Libertad y verdad
En un encuentro con las juventudes socialistas el presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero, ha dicho que “no es cierto que la verdad nos hace libres”, sino que “es la libertad la que nos hace verdaderos”. En efecto, esta expresión refleja a la perfección el giro que inició el hombre en el renacimiento y que culminó con las utopías totalitarias del siglo XX y con la genial expresión de Nietzsche: “la voluntad de poder”.
El realismo filosófico, que viene a ser algo sí como la filosofía del sentido común (J. Balmes), sostiene que el hombre es capaz de analizar la realidad, desentrañar parte de su misterio y guiarse con cierta seguridad y solvencia en ella. Así, el conocimiento fiel de la realidad es el que nos hace libres. Ejemplo: si quiero llegar desde Madrid a Alicante para disfrutar de unas vacaciones, lo suyo es que mire un mapa que esté bien hecho y siga sus indicaciones. Conocer la verdad del recorrido me hace libre, me permite lograr mi objetivo, que es llegar a mi destino.
La voluntad de poder viene a proponer lo contrario. Dice que conocer la verdad nos esclaviza. Es decir, que en cuanto miro el mapa, me obligo a ir por la carretera que dice que va a Alicante y tengo, necesariamente, que descartar el resto de posibilidades. En este sentido, la verdad obliga, no libera. Bajo esta perspectiva, la voluntad de poder nos dice que ejerzamos la libertad al margen de la verdad y que construyamos la verdad desde nuestra libertad: yo decido lo que quiero que sea verdad y si tengo las posibilidades técnicas de hacerlo, lo convertiré en verdad: decir que Valdepeñas es Alicante, inventarse el ‘matrimonio’ gay, entender como opción moral inteligente el aborto, llamar avance médico a la investigación con células madre embrionarias, recibir medallas al honor por retirar tropas… Vamos, hacer las cosas que me da la gana y porque puedo hacerlas y decir que eso está bien. Esa es la voluntad de poder que, según ZP, nos hace “verdaderos”.
El grave problema de esta concepción egoísta e infantiloide de la libertad es que, precisamente por permitirnos recorrer todas las carreteras sin indicarnos por cuál debemos ir, jamás nos permitirá llegar a Alicante (salvo por casualidad). Desperdiciaremos nuestra vida haciendo el imbécil y sin más medida que nuestro capricho, pero, capricho tan caprichoso, que olvidaremos nuestro objetivo: en realidad, queríamos ir a Alicante, pero jamás llegamos allí. ¿Es eso ser libre?
El realismo filosófico, que viene a ser algo sí como la filosofía del sentido común (J. Balmes), sostiene que el hombre es capaz de analizar la realidad, desentrañar parte de su misterio y guiarse con cierta seguridad y solvencia en ella. Así, el conocimiento fiel de la realidad es el que nos hace libres. Ejemplo: si quiero llegar desde Madrid a Alicante para disfrutar de unas vacaciones, lo suyo es que mire un mapa que esté bien hecho y siga sus indicaciones. Conocer la verdad del recorrido me hace libre, me permite lograr mi objetivo, que es llegar a mi destino.
La voluntad de poder viene a proponer lo contrario. Dice que conocer la verdad nos esclaviza. Es decir, que en cuanto miro el mapa, me obligo a ir por la carretera que dice que va a Alicante y tengo, necesariamente, que descartar el resto de posibilidades. En este sentido, la verdad obliga, no libera. Bajo esta perspectiva, la voluntad de poder nos dice que ejerzamos la libertad al margen de la verdad y que construyamos la verdad desde nuestra libertad: yo decido lo que quiero que sea verdad y si tengo las posibilidades técnicas de hacerlo, lo convertiré en verdad: decir que Valdepeñas es Alicante, inventarse el ‘matrimonio’ gay, entender como opción moral inteligente el aborto, llamar avance médico a la investigación con células madre embrionarias, recibir medallas al honor por retirar tropas… Vamos, hacer las cosas que me da la gana y porque puedo hacerlas y decir que eso está bien. Esa es la voluntad de poder que, según ZP, nos hace “verdaderos”.
El grave problema de esta concepción egoísta e infantiloide de la libertad es que, precisamente por permitirnos recorrer todas las carreteras sin indicarnos por cuál debemos ir, jamás nos permitirá llegar a Alicante (salvo por casualidad). Desperdiciaremos nuestra vida haciendo el imbécil y sin más medida que nuestro capricho, pero, capricho tan caprichoso, que olvidaremos nuestro objetivo: en realidad, queríamos ir a Alicante, pero jamás llegamos allí. ¿Es eso ser libre?
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