21 agosto 2007

Amor de padre

Érase una vez un padre que siempre competía en “Ironman de Australia”, una prueba para deportistas de gran fuerza moral que consta de tres partes: al salir del sol, nadar en mar (o lago) un tramo de 4 kms, tomar la bicicleta de y recorrer 180 kms del tirón e, inmediatamente después, marcarse un maratón de 42.5 kms. Los campeones del mundo lo hacen más o menos en 8 horas 15 minutos.

Su hijo nació con parálisis cerebral, pero eso no le impedía mostrar admiración por la pasión deportiva de su padre. Tanto, que el padre decidió que competiría junto a su hijo. Entrenó a su lado durante años, hasta que, cumplidos sus 60, se dijo: “Es la hora”. Se inscribieron juntos en el Ironman y lo completaron en 17 horas (ver vídeo).

Fin del cuento… solo que no es un cuento, sino una historia real, sólo posible por el amor de un padre. Pudo dejar a su hijo postrado de por vida (hoy, muchos como él ni siquiera llegan a nacer). Apostó por amarle como a un hijo sano. Es el poder del amor, cuyos frutos son el Ironman, el ejemplo para millones de corazones y el éxito de una fundación. Y los frutos que no podremos ver. Otro vídeo, similar, con imágenes intercalas más allá de la Ironman.

21 octubre 2006

Juramento de Hipócritas

Desde Hipócrates, los dignos merecedores de aprender el arte y don de medicina, juran desempeñar su trabajo con nobleza y honor. Lo juran bajo la fórmula del famoso "juramento hipocrático". En este siglo XXI, muchas batas blancas con títulos universitarios y sin memoria histórica omiten jurar algunas partes o, jurándolas, faltan a su palabra. De ahí la indiginidad de los juramentos de hipócritas que han heredado un hermoso don y lo convierten, con sus manos y actos, en una mancha roja que no podrá borrar todo el océano de Neptuno.

Aquí la fórmula original traducida al castellano.

"Juro por Apolo el médico y Esculapio por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tengo poder y discernimiento.

A aquel quien me enseñó este arte, le estimaré lo mismo que a mis padres; él participará de mi mantenimiento y si lo desea participará de mis bienes. Consideraré su descendencia como mis hermanos, enseñándoles este arte sin cobrarles nada, si ellos desean aprenderlo.

Instruiré por concepto, por discurso y en todas las otras formas, a mis hijos, a los hijos del que me enseño a mí y a los discípulos unidos por juramento y estipulación, de acuerdo con la ley médica, y no a otras personas.

Llevaré adelante ese régimen, el cual de acuerdo con mi poder y discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del prejuicio y el terror. A nadie daré una droga mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer supositorios destructores; mantendré mi vida y mi arte alejado de la culpa.

No operaré a nadie por cálculos, dejando el camino a los que trabajan en esa práctica. A cualesquier cosa que entre, iré por el beneficio de los enfermos, obteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de la lascivia con las mujeres u hombres libres o esclavos.

Guardaré silencio sobre todo aquello que en mi profesión, o fuera de ella, oiga o vea en la vida de los hombres que no deba ser público, manteniendo estas cosas de manera que no se pueda hablar de ellas.

Ahora, si cumplo este juramento y no lo quebranto, que los frutos de la vida y el arte sean míos, que sea siempre honrado por todos los hombres y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y soy perjuro."

13 abril 2006

Atentos al trueque de huesos entre los perros del barrio

Para los teóricos de la modernidad, el discurso y la acción públicas, propias de la democracia griega (y del hombre como animal capaz de hablar), eran un juego inútil e improductivo. En efecto, si la medida de la productividad la da la máquina de vapor, el pobre Sócrates tendría poco que discutir con ella y, en su molesta terquedad, sin duda acabaría aplastado por las vías bajo la consentida mirada de un socarrón y pragmático capitalista.

De ahí que el “ágora” o espacio público de la democracia griega, donde se debatían los temas que afectaban a los ciudadanos y donde el interés lo copaban las acciones nobles que unos y otros habían realizado en aras del bien común, ya no tenga sentido. El espacio público debe llenarlo, según Adam Smith, el “mercado de cambio”. Algo, sin duda, mucho más útil. Porque es precisamente “la propensión a la permuta” lo que diferencia al hombre del animal: “Nadie ha visto a un perro hacer un claro y deliberado intercambio de huesos con otro perro” (“Wealth of nations”, vol I.)

La rotundidad con la que “piensan” los intelectuales de la modernidad asusta. Sobre todo, al contrastarla con los matices, sutilezas, distinciones y prudencias de los filósofos clásicos. También es verdad que los griegos y medievales siempre creyeron que la verdad era algo así como un misterio que desvelar; mientras que los modernos siempre han estado seguros de que la verdad no es más que otro producto, esta vez, de su inteligencia.

El caso es que, siglos después del bueno de Smith, aquí estamos los blogeros, hasta los cojones del mercado de cambio -y de su sucesor, el de consumo- y luchando por un lugar, aunque sea virtual, donde recuperar un espacio abierto al discurso, la palabra, el diálogo y todas esas cosas inútiles que no sirven para nada, aunque nosotros creamos que son las que nos hacen verdaderamente humanos.

Eso sí, todos tranquilos, porque seguimos siendo los amos del mundo: aún no hemos visto a un solo perro capaz de vencer nuestro sistema económico al pretender, clara y deliberadamente, cambiar sus huesos por un puñado de euros.

11 abril 2006

Ciudadanos del mundo

Leo en una obra clásica sobre pensamiento político que “la muerte de Pericles y la guerra del Peloponeso marcan el momento en que los hombres de pensamiento y los de acción emprenden diferentes senderos, destinados a divergir cada vez más hasta que el sabio estoico dejó de ser ciudadano de su propio país y se convirtió en ciudadano del universo”.

Después de mucho estudiar la actitud estoica, y de vivirla durante parte de mi vida (¿quién, de manera consciente o inconsciente, no ha sido estoico alguna vez?), siempre he pensado que es propia de cobardes. Un estoico no es sino quien huye del mundo para huir de sus emociones y guardar, de este modo, tranquilidad interior. Un estoico es alguien sólo comprometido con su propia paz interior.

Desde este punto de vista, se entiende muy bien que en los momentos críticos de la historia del pueblo griego, cuando la razón y la experiencia hacían crisis, los estoicos dijeran: “Yo me borro”. Parece lo lógico. Pero la conclusión que se sigue de esto es algo que jamás había pensado antes: muchos de los que hoy en día aseguran estar muy comprometido con la vida y la paz en el mundo dicen ser “ciudadanos del mundo”. ¿Son ellos, entonces, unos cobardes? Supongo que depende.

Si ser “ciudadano del mundo” significa renunciar a todas las banderas, entendidas éstas como causas que ponen nuestra vida en juego, entonces ser ciudadano del mundo es ser un cobarde. Es criticar desde la barrera, hablar sin bajar al ruedo y decir palabras bonitas que hacen llorar a quienes permanecen, espectadores del mundo, sentados en sus localidades. Desgraciadamente, hay mucho “ciudadano del mundo” en este sentido, cuya neutralidad ideológica no es sino cobardía moral e incapacidad para el compromiso.

Si ser “ciudadano del mundo” significa portar en el campo de batalla la bandera de cada oprimido y tratar a cualquier persona con el respeto y la dignidad con que trataríamos a un hermano, sin duda hablamos de un valiente. Es esa precisamente la propuesta cristiana que ejemplificó -por introducir un ejemplo conocido y cercano- Madre Teresa de Calcuta. Por ver a “un hermano en Cristo” en cada leproso que encontraba, trató a cada apestado como si fuera de la familia -ya quisieran ese amor dentro de muchas familias-. Desgraciadamente, no se habla casi nunca de “ciudadanos del mundo” en este sentido. Sólo, quizá, de “locos” cristianos.

“Ciudadano del mundo”, otra expresión ganada por la causa de la neutralidad, de los tibios de espíritu, de los sensibles corazones sin coraje, de los que no están dispuestos a tener más patria que ellos mismos, no sea que les toque morir por ella.

04 enero 2006

“Venceréis, pero no convenceréis”

“Venceréis, pero no convenceréis” son las palabras que pronunció el 12 de octubre de 1936 el entonces rector de la Universidad salmantina, don Miguel de Unamuno, en el paraninfo de esta institución. Se las espetó al general Millán-Astray después del alzamiento del 18 de julio. El militar respondió con las también históricas palabras “Muera la inteligencia”.

Pues bien, la expresión unamuniana ha sido utilizada y reutilizada por el Ayuntamiento salmantino en la defensa de la integridad Archivo General sobre la Guerra Civil que ahora ZP y Rovira quieren mutilar llevándose pedazitos a Barcelona.

Los nietos y bisnietos de Unamuno han presentado un comunicado denunciando el uso de la frase. Cito textualmente: “La manipulación de la verdad histórica que ello representa es evidente. Vds. Saben que esa frase fue dirigida a los militares golpistas de 1936, al ejército franquista que robó esos papeles en Barcelona y se los llevó a Salamanca.”

Cualquier lector de Unamuno (no se si sus nietos y bisnietos lo leen) sabe que aquella afirmación tiene sentido precisamente en la defensa de la razón contra la imposición, de la inteligencia frente a la fuerza bruta, y no tanto con la defensa o no de una ideología determinada. Entre otras cosas, porque pocos intelectuales como Unamuno defendieron la unidad de España y la esencia del ser español.

Así entendida, la frase tiene todo su sentido y viene “al pelo”, como afirman los impulsores del uso de la frase. Porque la frase unamuniana, como toda su obra, hay que entenderla en clave universal, no política y menos en clave nacionalista. Si Unamuno levantara la cabeza, antes que clamar por el uso de su frase, escribiría contra la división generada por los nacionalismos, contra la miopía intelectual de los roviras e ibarretxes y contra la imbecilidad dominante incapaz de distinguir entre razones profundas y dañinos debates de superficie.